Las pequeñas tierras familiares de olivos van desapareciendo en favor de los grandes terratenientes por la despoblación rural

Las pequeñas extensiones de olivos van desapareciendo en favor de los grandes terratenientes. / Archivo
Son las siete de la mañana y ya es hora de levantarse en un domicilio de algún lugar de Andalucía. No se trata de un día laborable, pero son muchas las familias que tienen trabajo durante los fines de semana de diciembre o enero, desde los más jóvenes hasta los más mayores.
Estas familias se disponen a dedicar la mañana a la recogida de la aceituna, no sin antes tomar un ligero desayuno en casa en el que beben un café, un vaso de leche con cacao o cualquier otra bebida caliente que ayude a combatir el frío invernal.
Debido a estas bajas temperaturas, la familia al completo y quizá algún conocido que complete la cuadrilla, se dirigen a sus pequeñas extensiones de olivos con múltiples abrigos, gorros y guantes, aunque los aceituneros se irán despojando de estas ropas a medida que el trabajo les haga entrar en calor.
En torno a las ocho de la mañana, tan pronto como la claridad permite ver, todos llegan al olivar aún con sueño y sin mucha ilusión en el caso de los más jóvenes, que ven como la posibilidad de salir con sus amigos se complica debido al madrugón.
No les queda más remedio que acudir a unas pequeñas tierras familiares que eran muy comunes en anteriores épocas pero que en la actualidad van desapareciendo en favor de los grandes terratenientes por la despoblación rural, ya que los jóvenes que no hacen su vida en la localidad que les vio crecer se acaban desentendiendo de estas fincas que, aunque pueden aportar cierto beneficio económico, ni mucho menos permiten vivir a una familia por sí mismas.
Aquellos que siguen teniendo su cita anual con el olivar tratarán de recoger tanta aceituna como sea posible, aunque antes habrá que vestir el suelo bajo varios olivos con telones, en los que cae la aceituna derribada y de los que se recogerá más adelante. Una vez hecho esto suena el motor de la máquina vibradora, señal inequívoca de que, ahora sí, va a empezar la recolección.
Tanto el portador de este aparato como los vareadores caminan hacia el primer árbol de la mañana y, tan pronto como caen las primeras aceitunas, sus abrigos se humedecen. Y es que, aunque no llueva, los aceituneros siempre se mojan por culpa del rocío que empapa las hojas de los olivos, que desaparecerá a medida que el brillo del sol aumenta y seca la vegetación.
Tras la recolección de varios olivos, es necesario detenerse a recoger lo ya derribado, pues el peso de la propia aceituna impide transportar los telones a su siguiente destino. Antes de esto, es esencial barrerlos, para quitar las ramas y hojas caídas durante el vareo, que no tienen valor económico alguno y dificultaran la recogida de la aceituna.
La jornada transcurre entre el trabajo y el ambiente distendido que provoca que todos los allí presentes se conozcan muy bien, ya que en esta recogida participan padres, hijos, primos o incluso abuelos, hasta que en torno a las diez se produce un parón tan deseado como necesario en el que un bocadillo permite recargar las pilas para poder continuar con el esfuerzo.
Tras este nuevo desayuno se reanuda la tarea, ya sin grandes parones, hasta la conclusión de la jornada y el brillo del sol elimina el molesto rocío a cambio de dificultar en ocasiones la visión de quienes están vareando los olivos.
La recogida de aceituna se prolonga hasta aproximadamente las dos de la tarde y, a pesar del cansancio acumulado durante el día, hay que llevar a la almazara la aceituna obtenida durante la mañana, pues es allí donde las olivas se transformarán en aceite; aunque no sin antes dejar en casa a alguien que pueda ir preparando el merecido almuerzo.
Una vez visitada la almazara, ahora sí, concluye el día y los aceituneros se marchan a su hogar a recuperar fuerzas para el día siguiente, si la lluvia lo permite.